En los últimos años de su pontificado, cuando su salud estaba muy deteriorada,
varias veces le preguntaron al papa Juan Pablo II por qué no renunciaba... Y la respuesta de él siempre era la misma:
"Si Cristo no se bajó de la Cruz, yo no me bajaré de la mía..."
El Papa Santo escribió:
Jamás un hombre ha sufrido tan intensamente, tan completamente. Este hombre es el Hijo de Dios. En su rostro humano se transparenta una nobleza superior. Cristo realiza el ideal del hombre que, a través del dolor, lleva el valor de la existencia al nivel más alto.
La Sangre de Cristo derramada en la Cruz, se ha transformado en fuente de salvación. Abrió a la humanidad el retorno a la morada del Padre, al Reino de los Cielos.
En la Cruz hemos conocido el amor, el amor hasta el extremo. Aquí, en la cruz, conocemos cuál es el poder, en el cielo y en la tierra, de Cristo crucificado; conocemos la fe, la conocemos con el corazón, aquí se nos revela el amor mayor que todo amor humano.
¡Ave Cruz de Cristo! En cualquier lugar donde se encuentre tu signo, Cristo de testimonio de su Pascua: del “paso de la muerte a la vida”. Y da testimonio del amor que es la potencia de la vida, del amor que vence a la muerte.
Juan Pablo II:
Cristo en la cruz, la grandeza de Dios
humillada por amor
NOVIEMBRE 19, 2003 00:00REDACCIÓNAUDIENCIA GENERAL
CIUDAD DEL VATICANO, 19 noviembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles, dedicada a comentar el Cántico de la Carta de san Pablo a los Filipenses (2, 6-11),
«Cristo, siervo de Dios».
Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
1. La Liturgia de las Vísperas comprende, además de los Salmos, algunos cánticos bíblicos. El que se acaba de proclamar es sin duda uno de los más significativos y de los de mayor densidad teológica. Se trata de un himno engarzado en el capítulo segundo de la Carta de san Pablo a los cristianos de Filipos, la ciudad griega que se convirtió en la primera etapa del anuncio misionero del apóstol en Europa. El Cántico es considerado como una expresión de la liturgia cristiana de los orígenes y para nuestra generación es motivo de alegría el poder asociarse, después de dos milenios, a la oración de la Iglesia apostólica.
El Cántico presenta una doble trayectoria vertical, un movimiento que en un primer momento desciende y que después asciende. Por un lado se da el descenso humillante del Hijo de Dios cuando, en la Encarnación, se hace hombre por amor a los hombres. Cae en la «kenosis», es decir, en el «despojo» de su gloria divina, que le lleva hasta la muerte en la cruz, el suplicio de los esclavos que ha hecho de él el último de los hombres, auténtico hermano de la humanidad sufriente, pecadora y repudiada.
2. Por otro lado, se presenta la ascensión triunfal que tiene lugar en Pascua, cuando Cristo es restablecido por el Padre en el esplendor de la divinidad y es ensalzado como Señor por todo el cosmos y por todos los hombres ya redimidos. Nos encontramos ante una grandiosa relectura del misterio de Cristo, sobre todo del misterio pascual. San Pablo, además de proclamar la resurrección (Cf. 1 Corintios 15, 3-5), recurre también a la definición de la Pascua de Cristo como «exaltación», «ensalzamiento», «glorificación».
Por tanto, desde el horizonte luminoso de la trascendencia divina el Hijo de Dios ha superado la infinita distancia que separa al Creador de la criatura. No se apegó a «su categoría de Dios», que le compete por naturaleza y no por usurpación: no quiso conservar celosamente esta prerrogativa como un tesoro ni utilizarla para su ventaja. Es más, Cristo se «vacío», se «humilló» a sí mismo y se presentó como pobre, débil, destinado a la muerte infamante de la crucifixión. Precisamente de esta humillación máxima parte el gran movimiento ascensional descrito en la segunda parte del himno de san Pablo (Cf. Filipenses 2, 9-11).
3. Ahora Dios «levanta» a su hijo, concediéndole un «nombre» glorioso que, en el lenguaje bíblico, hace referencia a la misma persona y a su dignidad. Este «nombre» es «Kyrios», «Señor», el nombre sagrado del Dios bíblico, aplicado ahora a Cristo resucitado. Pone en actitud de adoración al universo, descrito según la división de cielo, tierra, y abismo.
El Cristo glorioso aparece en el final del himno como el «Pantokrator», es decir, el Señor omnipotente que destaca triunfalmente en los ábsides de las basílicas paleocristianas y bizantinas. Lleva todavía los signos de la pasión, es decir, de su verdadera humanidad, pero se presenta ahora en el esplendor de la divinidad. Cristo, que está cerca de nosotros en el sufrimiento y en la muerte, nos atrae ahora hacia sí en la gloria, bendiciéndonos y haciéndonos partícipes de su eternidad.
4. Concluimos nuestra reflexión sobre el himno de san Pablo con las palabras de san Ambrosio, que retoma con frecuencia la imagen de Cristo que «se despojó de su rango», humillándose –como aniquilándose («exinanivit semetipsum»)– en la encarnación y en la entrega de sí mismo sobre la cruz.
En particular, en el Comentario al Salmo 118 el obispo de Milán dice así: «Cristo, clavado en el árbol de la cruz…, fue atravesado por la lanza y salió sangre y agua, más dulce que todo ungüento, víctima grata a Dios, expandiendo por todo el mundo el perfume de la santificación. De hecho, al hacerse hombre siendo Verbo, se impuso límites; a pesar de que era rico, se hizo pobre para enriquecernos con su miseria (Cf. 2Corintios 8, 9); era poderoso y se presentó como un miserable, hasta el punto de que Herodes lo despreciaba y se reía de él; era capaz de hacer temblar la tierra y sin embargo permanecía clavado a aquel árbol; era capaz de cubrir el cielo con las tinieblas, de crucificar al mundo, y sin embargo fue crucificado; su cabeza desfallecía y sin embargo en ese momento se manifestaba el Verbo; había sido anulado, y lo llenaba todo. Dios descendió y elevó al hombre; el Verbo se hizo carne para que la carne pudiera reivindicar para sí el trono del Verbo a la diestra de Dios; se había convertido en una herida, y sin embargo manaba de él ungüento; parecía innoble y sin embargo era Dios» (III,8, Saemo IX, Milano-Roma 1987, pp. 131.133).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, un colaborador del Papa hizo una síntesis de la intervención castellano. Estas fueron sus palabras]
Queridos hermanos y hermanas:
El Cántico bíblico proclamado antes, con el cual nos unimos a la plegaria de la Iglesia apostólica, tiene una gran densidad teológica. San Pablo presenta la Pascua de Cristo como “exaltación” y “glorificación”. Cristo no quiso conservar su prerrogativa de ser igual a Dios, sino que se “humilló” a sí mismo mostrándose pobre, débil y destinado a la muerte ignominiosa de la cruz. Por eso Dios lo “levantó” dándole un nombre glorioso. Resucitado, manifiesta las señales de su pasión, es decir, su verdadera humanidad, pero se revela también en el esplendor de su divinidad.
[El Papa pronunció a continuación este saludo a los peregrinos de lengua española]
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial a los sacerdotes latinoamericanos que realizan un curso de espiritualidad misionera, a las Siervas de María Ministras de los Enfermos, así como al Club Atlético de Madrid y a los demás grupos de América Latina. Cristo resucitado nos invita a todos a seguirle en la gloria eterna.
Muchas gracias.