Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra encontrarme en este primer día del mes de julio, consagrado por la piedad cristiana a la meditación sobre "La Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, prenda de salvación y de vida eterna" (Juan XXIII, Inde a primis), con todos vosotros.
Hasta la reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II, en este día se celebraba también litúrgicamente en toda la Iglesia católica el Misterio de la Sangre de Cristo. Después, mi predecesor de venerada memoria el Papa Pablo VI unió el recuerdo de la Sangre de Cristo al de su Cuerpo en la solemnidad que ahora se llama precisamente del "Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo". En efecto, en toda Celebración Eucarística se hace presente, junto con el Cuerpo de Cristo, su Sangre preciosa, la Sangre de la nueva y eterna Alianza, derramada por todos para el perdón de los pecados (cf. Mt 26, 27).
2. Amadísimos hermanos y hermanas, ¡es grande el Misterio de la Sangre de Cristo! Desde los albores del cristianismo, ha conquistado la mente y el corazón de tantos cristianos. En efecto, al celebrar a Cristo en el bimilenario de su nacimiento, también estamos invitados a contemplarlo y adorarlo en la Humanidad Santísima asumida en el seno de María y unida hipostáticamente a la Persona Divina del Verbo. Si la Sangre de Cristo es fuente preciosa de salvación para el mundo, se debe precisamente a su pertenencia al Verbo, que se hizo Carne para nuestra salvación.
El signo de la "Sangre derramada", como expresión de la vida entregada de modo cruento para testimoniar el Amor Supremo, es un acto de condescendencia divina con nuestra condición humana. Dios ha elegido el signo de la sangre, porque ningún otro signo es tan elocuente para indicar la participación total de la persona.
El misterio de esta entrega tiene su fuente en la voluntad salvífica del Padre celestial y su realización en la obediencia filial de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, a través de la obra del Espíritu Santo. Por esta razón, la historia de nuestra salvación lleva en sí la impronta y el sello indeleble del Amor Trinitario.
3. Ante esta maravillosa obra divina todos los fieles se unen a vosotros, queridos hermanos y hermanas, para elevar himnos de alabanza al Dios Uno y Trino por el signo de la Sangre de Cristo. Pero además de la confesión de los labios debe darse el testimonio de la vida, según la exhortación que nos dirige la carta a los Hebreos: “Teniendo, pues, hermanos, plena libertad para entrar en el santuario en virtud de la Sangre de Cristo, (...) fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras" (Hb 10, 19. 24).
Muchas son las "buenas obras" que nos inspira la meditación del sacrificio de Cristo. En efecto, nos impulsa a una entrega total de nuestra vida por Dios y por nuestros hermanos, como han hecho tantos mártires.
¡Cómo no reconocer siempre el valor de todo ser humano, cuando Cristo derramó su Sangre por todos y cada uno, sin distinción!
La meditación de este Misterio nos impulsa, en particular, hacia cuantos podrían ser aliviados de sus sufrimientos morales y físicos y que, en cambio, languidecen marginados por una sociedad de la opulencia y la indiferencia.
Queridos hermanos, que la celebración del bimilenario de la Encarnación del Hijo de Dios os encuentre vigilantes en la fe, firmes en la esperanza y fervorosos en la caridad. Cristo pasa también hoy al lado de cada uno para ofrecerle el don de la infinita Misericordia de Dios. Sed también vosotros ricos en esta misericordia, como nuestro Padre que está en el Cielo. Con estos sentimientos y en el Amor de Cristo, que nos "ha rociado con su Sangre" (cf. 1 P 1, 2)
Queridos hermanos, que la celebración del bimilenario de la Encarnación del Hijo de Dios os encuentre vigilantes en la fe, firmes en la esperanza y fervorosos en la caridad. Cristo pasa también hoy al lado de cada uno para ofrecerle el don de la infinita Misericordia de Dios. Sed también vosotros ricos en esta misericordia, como nuestro Padre que está en el Cielo. Con estos sentimientos y en el Amor de Cristo, que nos "ha rociado con su Sangre" (cf. 1 P 1, 2)
Os bendigo a todos de corazón.
Juan Pablo II
Sábado 1 de julio de 2000
Juan Pablo II
Sábado 1 de julio de 2000